EL CAPULLO DE JAZMIN – Sobre el nacimiento de Swami y los primeros años … por Narayan Kasturi

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EL CAPULLO DE JAZMIN

Sobre el nacimiento de Swami y los primeros años …

por Narayan Kasturi

Se formó la envoltura material que el Señor quiso llevar una vez más. Misteriosas insinuaciones de la inminente gran encarnación perturbaron el tenor uniforme de la vida de Pedda Venkapa (su padre fisico). Por ejemplo, el inusual tañido de la tambura de cuerdas en la noche. Como los hermanos y el padre estaban muy interesados en las óperas del pueblo sobre las historias legendarias de la India, y las obras se ensayaban muy a menudo en la casa, había una gran tambura colgada de un clavo en la pared y un maddala, o tambor, en el suelo, debajo. Estos dos se acallaban sólo cuando la familia se retiraba a dormir. Pero debido a que el nacimiento de un hijo por el que rezaba Easwaramma (madre del Señor) se anunciaba como inminente, la casa se despertaba a medianoche y a veces temprano por la mañana con la tambura tintineando melodiosa y rítmicamente y el maddala golpeando suavemente, ¡como si estuvieran en manos expertas! Los sabios de la aldea propusieron varias teorías para explicar este fenómeno, pero sólo aumentaron el misterio.

Buscando una respuesta, Pedda Venkapa se apresuró a ir a Bukkapatnam, donde había un Sastri, una autoridad en signos de esta naturaleza y en cuya interpretación podía confiar. Le dijeron que se trataba de un suceso auspicioso; la música espontanea significaba la presencia de un poder benéfico, que confería armonía, melodía, orden, simetría, elevación espiritual y alegría.

El veintitrés de noviembre del año 1926 nació el niño. Los habitantes del pueblo cantaban los nombres de Shiva, el ritmo cósmico personificado, en recuerdo de que ese día era un lunes del mes sagrado de Karthika dedicado al culto de Shiva. Ese día era aún más auspicioso porque la estrella ascendente era Ardhra, y en esas raras ocasiones en las que el mes, el día y la estrella coinciden, se realiza un culto especial en los templos. El año era Akshaya, el “nunca declinante y siempre lleno”.

Mientras la madre realizaba los últimos rituales de su adoración a Satyanarayana (la deidad del hogar) de acuerdo con sus votos, los dolores de parto la avisaron. Cuando lo reveló, se enviaron mensajeros para informar a la suegra, Lakshamma, la piadosa anciana de la casa. Sin embargo, ella había ido a la casa del sacerdote para realizar sus propias oraciones a Satyanarayana. Los mensajeros fueron allí y la instaron a regresar. Ella estaba tan segura de la gracia de Satyanarayana, tan firme en su devoción y disciplinada en su adhesión religiosa, que se negó a ser apurada. Mandó a decir que llevaría a su nuera, Easwaramma, las ofrendas sagradas después del culto, y que por ningún motivo interrumpiría sus oraciones.Terminó todo el ritual con plena concentración, regresó a casa, le dio a Easwaramma las flores que habían sido colocadas previamente en el ídolo y las aguas sagradas con las que fue lavado. Easwaramma recibió las bendiciones del Señor, colocó las flores en el pelo y bebió el agua. Al momento siguiente nació el Señor. Y el sol se elevó sobre el horizonte.

Sai Baba ha dicho que un punto especial a destacar sobre esta manifestación es que la encarnación no seria trasplantada lejos del lugar donde nació el cuerpo, pues Él había elegido ese mismo lugar como centro de Su Misión. Puttaparthi fue doblemente bendecido esa mañana de noviembre, pues el Señor había elegido esta feliz aldea no sólo para Su nacimiento, sino también para Su residencia.

En efecto, la aldea de Puttaparthi dio al niño una bienvenida apropiada. Se encontró una serpiente en la sala de reposo. Las mujeres no se dieron cuenta durante algún tiempo, pero de repente vieron que el bebé, acostado en una cama era movido suavemente hacia arriba y hacia abajo de una manera peculiar por algo que estaba debajo. Observaron con la respiración contenida durante unos momentos, y cuando por fin buscaron, ¡encontraron una cobra debajo de la cama!

El bebé era encantador, más allá de toda descripción. No es de extrañar, ya que incluso en la cuna tenía todos los poderes espirituales que el sabio Patanjali, autor de las escrituras yóguicas sánscritas, dice que vienen con las almas raras y acompañan el nacimiento de un Avatara, una encarnación divina. Sai Baba ha declarado que Él sabía, incluso antes de Su nacimiento, dónde iba a nacer. También ha dicho que nació con todos los poderes milagrosos que está manifestando uno por uno por Su Divina Voluntad, como y cuando siente que pueden ser anunciados. Cuando era un bebé, debía tener un halo de esplendor alrededor de Su cabeza, una sonrisa que reflejaba una belleza de otro mundo y un poder celestial para cautivar el corazón.

Hace algunos años Sai Baba le dijo al autor: “No duermo por la noche; recuerdo entonces los eventos de mis apariciones pasadas, y sonrío internamente cuando los recuerdos pasan”.

El bebé recibió el nombre de Satyanarayana, ya que la relación entre la adoración de Dios en esa forma y la realización del deseo acariciado por la madre de tener un hijo le parecía muy importante. Cuando se llevó a cabo el rito y se susurró el nombre en el oído del bebé, parece que éste sonrió, pues ¿no fue Él mismo quien debió sugerir discretamente que se le diera ese nombre? ¿De qué otra manera podemos explicar el hecho de que el primer requisito para el avance espiritual, ahora propuesto por Swami, sea Satya o Verdad y Narayana o “Dios en el hombre”? La encarnación y el exponente de la Verdad no podría haberse dado a sí mismo un nombre más apropiado.

El niño se convirtió en la mascota de toda la aldea de Puttaparthi, y los granjeros y vaqueros competían entre sí para acariciar y alimentar al infante y jugar con sus encantadores rizos de seda. Su deslumbrante sonrisa atraía a todos. La casa de Pedda Venkapa estaba siempre llena de visitantes que acudían con cualquier pretexto y se quedaban alrededor de la cuna cantando nanas, prodigando caricias y olvidando sus vidas monótonas.

Pronto la fragancia del “capullo de jazmín” llenó el aire. Como una lámpara encendida, Sathya se movía por la casa, y las risas tintineaban en la calle cuando ceceaba su vocabulario de dulces sonidos. Todos notaron con asombro que le encantaba que los hombres le pusieran amplias marcas de Vibhuti (ceniza sagrada) en la frente, y que insistía en que las marcas se renovaran tan pronto como se desvanecian. También deseaba tener un punto kumkum circular, el punto rojo de azafrán que llevan las mujeres en el centro de la frente. La madre rara vez satisfacía este deseo, por lo que tenía que buscar la caja de kumkum de su hermana y aplicárselo a sí mismo. Él era Siva, era Sakti, “Dios y la Energia de Dios”. Debía tener tanto la ceniza sagrada como el punto de azafrán de la consorte.

Se mantenía alejado de los lugares donde se mataban o torturaban cerdos, ovejas, ganado o aves, o donde se atrapaban o pescaban peces. Evitaba las cocinas y los recipientes utilizados para cocinar carne o aves. Cuando se seleccionaba un ave para preparar la cena, el pequeño Sathya corría a buscarla, la estrechaba contra su pecho y la acariciaba, como si el amor extra que le derramaba indujera a los ancianos a ceder y perdonar al ave. Los vecinos le llamaban Brahmajnani, un “Alma Realizada”, por este tipo de aversión a matar y esta medida de amor hacia la creación. En esos momentos, Sathya corría a la casa del contable del pueblo que estaba cerca, ya que eran brahmines y vegetarianos; tomaba la comida que le ofrecía Subbamma, la anciana que residía allí.

Rara vez tomaba represalias cuando sus compañeros de juego lo maltrataban. Los padres recibían información de tales malos tratos a través de otros niños pequeños que presenciaban el asunto, pero nunca de Sathya, que no parecía sufrir el menor dolor o malestar. Siempre decía la verdad y nunca recurría a los subterfugios habituales con los que los niños corrientes intentan encubrir sus errores. Tan distinto era su comportamiento que un joven lo apodó una vez “el niño brahmin”. Era una descripción adecuada. Poco sabía este joven que, mientras estaba en el cuerpo anterior, este niño, del que ahora se reía, había declarado en Shirdi: “¡Este brahmán puede traer a los hombres devotos al Camino Blanco y llevarlos a su destino!”

A los tiernos tres y cuatro años, demostró que tenía un corazón que se derretía ante el sufrimiento humano. Cada vez que un mendigo aparecía en la puerta y lanzaba su suplica, Sathya dejaba su juego y se apresuraba a entrar para obligar a sus hermanas a repartir grano o comida. Naturalmente, los adultos se irritaban ante la interminable procesión de manos extendidas. Perdían fácilmente los nervios y, a veces, rechazaban al mendigo antes de que Sathya pudiera llevarle el alivio. Esto hacía que el niño llorara tanto y tan fuerte que sólo trayendo de vuelta al mendigo despedido podían los mayores detener los lamentos. En una ocasión, para poner fin a lo que los mayores consideraban una caridad cara y fuera de lugar, la madre tomó a Sathya y, con un dedo levantado en señal de advertencia, le dijo: “¡Mira! Puedes darle comida, pero ten en cuenta que tendrás que pasar hambre”. Eso no amedrentó al niño. Corría al interior y sacaba la comida para el hombre hambriento que estaba en la puerta, y luego se quedaba sin comer o cenar él mismo. Nada ni nadie podía persuadirle de que viniera por su comida, que quedaba intacta.

Sathya tenía un misterioso visitante que le daba de comer. Siempre que rechazaba la comida y persistía en la negativa durante algunos días, no mostraba ningún signo de inanición en su aspecto y actividades. Le contaba a su madre que había comido y decía que un anciano lo había alimentado suntuosamente, dándole arroz con leche. El estómago lleno era prueba de ello. Además, el niño se ofrecía a dar otra prueba indiscutible. Extendía su mano derecha para que su madre la oliera, y he aquí que ella inhalaba de esa pequeña palma la fragancia de mantequilla clarificada, leche y cuajada de un tipo que nunca antes había disfrutado. Sin embargo, el asombro continuaba. ¿Quién era ese visitante invisible, este extraño alimentador de este pequeño niño?

Cuando Sathya comenzó a correr por las calles, buscó a los mutilados, los ciegos, los decrépitos y los enfermos, y los llevó de la mano hasta la puerta de sus padres. Las hermanas tenían que conseguir de la tienda o de la cocina algún grano o alimento y ponerlo en el cuenco del mendigo, mientras el pequeño maestro miraba feliz.

Todas las madres y los padres presentaban a Satyanarayana como el niño ideal, hasta el punto de que los niños de la aldea empezaron a referirse a él como Guru, que significa Maestro. Los padres y otras personas se enteraron de esto en extrañas circunstancias. Era tarde en la noche de Ramanavami, el día sagrado de la adoración a Rama, cuando una procesión recorrió el pueblo. Una enorme imagen de Sri Rama fue colocada en un carro de bueyes adornado con flores, sobre el que se sentó el sacerdote, para que las guirnaldas de flores ofrecidas por los habitantes de las casas pudieran ser colocadas sobre la imagen y el alcanfor que presentaban fuera debidamente quemado y agitado delante de ella. Los gaiteros y los tamborileros despertaron a los aldeanos que dormían, y así el carro avanzó por los accidentados caminos.

De repente, las dos hermanas descubrieron que el pequeño Sathya no estaba en casa. Se ordenó una búsqueda.Todos en la casa corrieron frenéticamente, pues ya era más de la medianoche. De repente, su atención se vio desviada por la llegada a la puerta del carro de bueyes que llevaba el gran cuadro de Sri Rama. Cuando se acercaron a la puerta, se sorprendieron al ver al pequeño Sathya, de cinco años, sentado muy bien vestido, y con evidente autoridad, debajo del cuadro. Preguntaron a sus compañeros por qué estaba sentado encima y no caminaba con ellos por el camino. Enseguida llegó la respuesta: “¡Es nuestro Gurú!”.

En efecto, es el Gurú de los niños de todos los climas y de todas las edades.

Hay una pequeña escuela primaria en Puttaparthi a la que Sathya asistió con sus contemporáneos para algo más noble que aprender a deletrear y escribir. La escuela de entonces tenía un esquema de castigo muy duro para asegurar la puntualidad. El niño afortunado que llegaba primero y saludaba al maestro, así como el alumno que llegaba después y también saludaba, quedaban exentos de castigo. Todos los demás niños que, por cualquier motivo, legítimo o no, llegaban tarde, recibían un golpe de vara. El número de cortes en la mano dependía de su posición en la lista de los que llegaban tarde. Para escapar de esta tortura, los niños se reunían bajo el alero de la escuela mucho antes del amanecer, bajo la lluvia o la niebla. Sathya vio la situación y se compadeció de sus temblorosos compañeros de juego. Los visitó bajo el alero.Trayendo camisas y toallas de su casa, cubrió a los niños y los hizo sentir abrigados y cómodos. Los mayores de la casa lo descubrieron y guardaron bajo llave toda la ropa que no podían permitirse perder.

Satyanarayana era un niño precoz, que aprendía por sí mismo más de lo que nadie podía enseñarle y mucho más rápido que la mayoría de los demás niños. Podía cantar todas las canciones ensayadas en casa para las óperas y obras de misterio del pueblo. Incluso compuso, a la tierna edad de siete años, algunas canciones conmovedoras que fueron aceptadas de buen grado por el reparto para su presentación en público.

Fuente: De Satyam Shivam Sundaram (La biografia del Bhagavan Sri Sathya Sai Baba) por N. Kasturi, Volumen 1.